Mascota olímpica Cobi

Cobi es un magnífico ejemplo de la sorprendente capacidad de Javier Mariscal para insertar en el imaginario moderno unos diseños que cuestionan los parámetros más convencionales y que incorporan elementos críticos respecto a las herencias recibidas.

Proyecto

Cobi

Categoría

Gráfico y Producto

Tipología

Mascota

Diseño

Javier Mariscal

Fecha

1987

Fotografía e imágenes

Prensa: El Periódico de Catalunya (Joan Cortadellas)
Archivo Javier Mariscal

En 1987 el Comité Organizador Olímpico de las Olimpiadas de Barcelona’92 convocó un concurso restringido, bajo invitación a seis creadores, para el diseño de la mascota de las olimpiadas. Javier Mariscal (Valencia, 1950) era ya un conocido y muy diversificado diseñador. Gracias a su creación de 1979 BAR CEL ONA – una original combinación de cartel de promoción turística y poema visual – había quedado asociado a la nueva imagen de la ciudad. El resultado final del accidentado concurso fue la elección, en enero de 1988, de Cobi, que inicialmente fue llamado Juli y que fue la segunda opción de su autor. El anuncio de la mascota ganadora causó una cierta conmoción en una parte de la opinión pública, que recibió al personaje como una broma indigna de los fastos olímpicos orientados a incrementar el prestigio internacional y los valores inmobiliarios de la ciudad.
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Mediante la comparación de Cobi con la serie de mascotas olímpicas que le precedieron se puede verificar el contexto general del diseño gráfico, en tránsito desde su concepción moderna hacia la posmoderna, y la radical novedad que Mariscal introdujo en este proceso. Otl Aicher, diseñador responsable de la innovadora señalética y pictogramas para las olimpiadas de Munich en 1972, había creado una mascota que adoptaba los principios del diseño racionalista de la escuela de Ulm a la figuración: Waldi, un perro salchicha tan depurado y elegante como inexpresivo. Estos caracteres todavía se exacerbaron más en el diseño casi minimalista de Amik, la mascota de Montreal en 1976, debido al equipo dirigido por Georges Huel. Pero esta tendencia se invirtió con el oso Misha de las olimpiadas de Moscú en 1980, creado por el ilustrador de obras infantiles Viktor Chizhikov y presentado como un cálido y cariñoso peluche. En el águila Sam, la vehemente mascota de las de Los Ángeles en 1984, su creador, Robert Moore, vertió todos los recursos del estilo Disney, compañía para la que trabajaba. Por su parte, las olimpiadas de Seúl de 1988 mostraron a Hodori, el amigable y estilizado tigre de seguras líneas e insistente patrón decorativo, de Kim Hyun. Todas ellas ahondaron la tendencia hacia la transmisión de mayor riqueza plástica, infantilización y carga emotiva respecto a los mucho más sincréticos diseños de las primeras mascotas olímpicas.

Mariscal optó por una figura alejada de los convencionalismos representativos de la tradición naturalista. Su apuesta aunaba la herencia de la historieta gráfica más rupturista, a su vez enraizada en las vanguardias artísticas del siglo XX, con la de los dibujos animados de difusión masiva. Esta hibridación fundamentó su estrategia creativa e imprimió una marca diferencial respecto a sus precedentes inmediatos como mascotas olímpicas.

Considerada desde el punto de vista de sus antecedentes, la innovación de Mariscal consistió en el retorno a la estricta economía del lenguaje visual pero potenciando a su vez la capacidad de transmisión afectiva de su personaje. Para conseguirlo, Mariscal optó por una figura alejada de los convencionalismos representativos de la tradición naturalista. Su apuesta aunaba la herencia de la historieta gráfica más rupturista, a su vez enraizada en las vanguardias artísticas del siglo XX, con la de los dibujos animados de difusión masiva. Esta hibridación fundamentó su estrategia creativa e imprimió una marca diferencial respecto a sus precedentes inmediatos como mascotas olímpicas. Mariscal ya había ensayado esta confluencia desde 1974 en sus historietas de Los Garriris, pues Piker y Fermín eran respectivamente las versiones gamberras, ácratas, profundamente anticonvencionales de Mickey y Goofy. De Los Garriris surgió también el pícaro perro Julián, que se puede considerar el precedente formal directo de Cobi. Durante el tardofranquismo de los primeros años setenta, entre Valencia y Barcelona, Mariscal inició su carrera sumergiéndose en el muy arriesgado políticamente entorno de la contracultura, de la que él fue impulsor y referente. Sus energías creativas se orientaron en buena medida a través de las ediciones underground, promovidas por quienes veían en estas iniciativas, independientes y autogestionadas, una forma revolucionaria de extender la expresión artística entre las clases populares y de combatir el ideal exclusivista burgués de posesión de la obra de arte única.

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Esa búsqueda de alternativas a los marcos impuestos agudizó su capacidad para combinar los inteligentes esquemas formales extremadamente depurados de sus diseños con los efectos sugeridos de irracionalidad, espontaneidad y lúdica sorpresa, vinculados a las ideologías contestatarias pero también comúnmente asociados a ciertos tópicos sobre el carácter valenciano. Los actos creativos de Mariscal emergen de su entrega al juego sin limitaciones y abren posibilidades inesperadas que fundamentan su particular marca poética. A través del desenfadado Cobi, su autor evidencia la crisis de los ideales de rigor, coherencia y lógica eficiente de la modernidad, pero también rechaza el conformismo regresivo y tradicionalista de la posmodernidad menos crítica. Cobi fue en parte el resultado de la transición realizada por Mariscal durante la década de los ochenta desde la experimentación en el dibujo de historietas de los setenta hacia el diseño de marca para empresas e instituciones. Pero, a lo largo de su creciente dedicación al diseño no renunció a la magia del descubrimiento, ni a su característica estrategia creativa basada en exacerbar los contrastes para conducirlos hasta el absurdo y el humor.

Los actos creativos de Mariscal emergen de su entrega al juego sin limitaciones y abren posibilidades inesperadas que fundamentan su particular marca poética. A través del desenfadado Cobi, su autor evidencia la crisis de los ideales de rigor, coherencia y lógica eficiente de la modernidad.

Como en muchas otras de sus creaciones gráficas, Mariscal invirtió el convencionalismo representativo del antiguo arte egipcio – la cabeza de perfil y el ojo de frente – para ofrecernos una visión frontal del cuerpo combinada con el prominente perfil de una nariz-hocico. También hay en él una parte de herencia cubista, pero trasladada desde la alta cultura elitista de las vanguardias hacia los medios de masas. Quizá este camino lo iniciaron las esbozadas y casi deconstruidas figuras que protagonizan las delirantes historias de Krazy Kat de John Herriman. Tampoco habría que despreciar las influencias, recibidas probablemente a través de La Codorniz, de los monigotes debidos a los caricaturistas, tan innovadores en lo estético como reaccionarios en lo político, Miguel Mihura y Tono.

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Como diseño, Cobi es un producto que sigue resistiéndose a una interpretación lineal y reduccionista. Invita a ser desplegado en múltiples niveles de significación y resuelve felizmente la relación dialéctica entre la libertad absoluta de la creación personal y el ajuste a las expectativas del cliente sobre el producto final. En él no podemos detectar ningún elemento innecesario, ningún exceso, pero la inseguridad de las líneas sugiere la improvisación, espontaneidad y frescura de la obra abierta a las múltiples variaciones que acogió y para las que fue pensado. Todos sus rasgos son significativos y están extraordinariamente economizados, tanto en el contorno exterior como en los trazos internos. De esta manera, sintetizan eficazmente los de un fiel y amistoso gos d’atura de los Pirineos, convertido en un voluntarioso deportista, y eluden las connotaciones de agresividad o indocilidad que hubiera desencadenado el recurso fácil a los animales simbólicos para los nacionalismos español y catalán. En Cobi sobrevive un vestigio de la contracultura libertaria, lúdica y desafiante frente al orden establecido, pero orientada hacia la camaradería optimista y ecuménica. La mascota transmite una afectividad irreprimible que abraza sin complejos el ideal de inocencia y la emparenta con el surrealismo de Joan Miró. Probablemente la compleja articulación entre la herencia vanguardista y la facilidad de su recepción, que conecta a la mascota con el público infantil, ha sustentado su larguísima vigencia y popularidad.

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Vicente Pla Vivas / Universitat de València